El escritor que se sueña


Santiago Gil //

Nadie es imprescindible, pero no imagino esta vida sin la música de Mozart o Beethoven, sin los textos de Cervantes o de Galdós o sin los cuadros de Goya o de Hopper.

Habría miles de nombres imprescindibles, y si nos movemos en lo cercano esa reata sería interminable con familiares, amores y amigos engarzados para siempre en nuestro recuerdo. Al final la vida no es más que un eco de nombres que nos salvan. Si hablamos de literatura sería casi imposible no concebir la existencia de Jorge Luis Borges.

Yo creo que el escritor argentino ya formaba parte del canon literario muchos siglos antes de haber nacido. Vino al mundo en Buenos Aires, pero hay gente que nace universal en cualquier punto del planeta. Es cierto que su voz y el tono de sus relatos y sus poemas tienen un fondo lunfardo y rioplatense; pero su cultura, sus lecturas y sus viajes lo convierten en uno de los escritores indispensables en cualquier manual de historia literaria.

No llegó con el boom latinoamericano porque él ya estaba muchos años antes, sentado con Bioy en cualquier café bonaerense o rastreando entre leyendas celtas o islandesas. Todos fuimos por lo menos una vez a Borges, y en mi caso sigo volviendo cada vez que puedo.

Hay cuatro escritores latinoamericanos de antes de ese boom mediático que se quedaron resonando para siempre en mis adentros. Cierro los ojos y recuerdo sus textos como si los escuchara a ellos: Borges, Onetti, Rulfo y Carpentier. No me gusta juntar escritores ni por edades ni por procedencias. Hay poetas actuales que coloco en mi biblioteca junto a Marco Aurelio y escritores de hace siglos que identifico con Auster o con Murakami.

Creo que lo que hay es un parecido en la búsqueda y en el trazo de cada palabra, en ese fondo siempre insondable que aparece al final de cada frase.

Borges, además, sabía mucho de esas combinaciones eternas y azarosas de las bibliotecas o de los libros que van girando por el mundo hasta que llegan nuevamente a tus manos cuando son imprescindibles para no extraviarnos en la mediocridad de lo que otros quieren hacer pasar por importante.

La biblioteca como un gran laberinto, un deseo de perdernos y de que no nos encuentre nadie, como cuando los niños cierran los ojos creyendo que los demás no podrán encontrarlos: escondernos mientras revivimos cada uno de esos otros mundos a veces inquietantes, a veces mágicos, y casi siempre clarividentes y necesarios, que solo encontramos en los libros.

Para Borges, Internet hubiera sido como una especie de milagro parecido a aquella biblioteca interminable que él contó tantas veces; pero para nuestra desgracia, Internet no está lleno de libros sino de redes sociales y de bulos que se multiplican confundiéndonos en el ruido mediático.

Recuerdo a Funes el memorioso, un relato al que vuelvo una y otra vez como quien regresa a Ítaca para saber que uno pertenece a alguna parte y que venimos de esa literatura y de esos relatos que nos deslumbraron a los veinte años: los gauchos del Sur, Juan Dahalmann, el lunfardo que resonaba en la voz de muchos personajes y también los poemas que hay que leer y releer para seguir encontrando pistas más allá de cada una de los versos. Borges fue un ciego que habló y que escribió de la ceguera mucho antes de perder de vista a las palabras.

Por eso creo que escribía con ese eco que se queda en tu mente como se queda la música que perdura en la memoria. Y paradójicamente, como aquel Pierre Menard que en uno de sus relatos quiso reescribir el Quijote, hoy en día te encuentras a Borges como esas malas copias de las marcas de moda que falsifican en China o en Vietnam. Te adentras en las redes sociales y cada dos por tres te aparece una supuesta cita de Borges adornada con alguna foto hortera o coloreada.

El escritor argentino se hubiera divertido mucho con ese juego tan parecido a la cábala de algunos de sus relatos. Casi nunca hay que volver a Borges para leer a Borges porque sus textos se quedan en tu memoria para siempre. Como Ireneo Funes con sus recuerdos, nosotros tampoco somos capaces de olvidarlos. Incluso podría decir que Borges sigue escribiendo en cada uno de sus libros. Borges no se lee: se sueña mucho más allá de las palabras.

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