El memorialista


Santiago Gil //

Me gusta pasear por Triana escuchando el eco de las actuaciones improvisadas. Uno camina siguiendo la estela de un bolero, reconociendo a Bach entre las sombras de las fachadas modernistas o viendo como casi llegan a bailar los maniquíes de algún escaparate cuando se juntan un guitarrista y una joven tocando el saxofón y apuntando directamente a la fusión musical de Nueva Orleans.

Algunos domingos también encuentras a los niños pintando monigotes o construyendo cometas con papel de cebolla y te detienes delante de una marioneta llamada Lupita que baila con más de veinte hilos la sandunga de Celia Cruz o de Elena Burke. Uno agradece siempre el eco del arte improvisado en cualquier calle del mundo.

Cada primer domingo de mes también puedo entrar gratis a los museos, y aprovecho para acercarme a cuadros ante los que otras veces he pasado de largo. Vale la pena visitar un museo tratando de mirar solo un par de cuadros detenidamente. Me pasa sobre todo en la Casa de Colón, con Ribera, Nicolás Massieu y toda la colección pictórica que muchos no saben que tienen a la vuelta de la esquina en esa casona de Vegueta con peces luminosos a la entrada y con un par de papagayos que campan a sus anchas por los patios canarios. Hay un cuadro en la Casa de Colón que les invito a mirar detenidamente. Se titula El Memorialista y es obra del pintor sevillano, Manuel Cabral y Aguado Bejarano.

El Memorialista, del que no sabemos el nombre, escribe las cartas que le dictan quienes acuden ante su mesa dispuesta a inventar metáforas para contar lo cotidiano. Supongo que muchas de esas cartas serían para amores que habían ido a hacer las Américas. La escena es de mitad del siglo diecinueve; pero el amor necesita vestirse de palabras en cualquier tiempo y en cualquier circunstancia. Recuerdo también una película de Gutiérrez Alea, con guion de García Márquez, titulada Cartas del parque, en la que se contaba la historia de esos escribidores de cartas que se sentaban en una plaza de Matanzas a esperar que llegaran quienes no sabían escribir o quienes necesitaban contar lo que sentían dando otro sentido a las palabras.

Todos buscamos metáforas para que perdure lo mágico o para que las vivencias que merecen la pena no se parezcan en nada a lo rutinario. Vargas Llosa también cuenta que comenzó a escribir cartas de amor para sus compañeros de internado en el Leoncio Prado. Escribía a cambio de cigarrillos sin saber que de aquellas cartas de amor inventadas vendrían luego La ciudad y los perros o Conversación en la catedral.

Pero todo esto que he escrito se lo debo a un cuadro pequeño, casi escondido en una sala silenciosa que está en la segunda planta de la Casa de Colón. Allí está el Memorialista, que no es más que un hombre escribiendo o inventando la vida de quienes necesitaban las palabras para seguir existiendo.

Ciclotimias

La noche es algo más que un sueño lejano.

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