El valor del esfuerzo


Santiago Gil  // Hay un adagio que dice que uno es de donde estudió el Bachillerato. Quizá porque en ese momento de nuestra vida se generan los cambios que luego determinarán buena parte de nuestro destino.

Pero cuando estamos viviendo esos momentos determinantes casi nunca nos damos cuenta. Como tantas veces, es el paso de los años el que termina aquietando todas las aguas y dejando a salvo solo lo que valió la pena.

Yo estudié en el Instituto de Guía que estaba justo a la entrada del pueblo, un edificio que soy capaz de recorrer de arriba abajo en mi memoria y que forma parte del paisaje más reconocible de mi pueblo. Allí me enseñaron casi todo lo que sé. También pusieron las bases de lo que luego fui aprendiendo en la universidad, en los viajes y en ese paso del tiempo que te enseña que la vida no es más que un tránsito en el que cada cual elige su camino, un camino proteico y cambiante en el que es esencial contar con buenos asideros que te permitan improvisar tus pasos cada vez que el destino te ponga a prueba.

El valor del esfuerzo, la reivindicación de la belleza, la honradez y hasta el mismísimo divertimento los fui aprendiendo en aquellas aulas en las que dejamos el eco de nuestras voces y de tantos y tantos recuerdos imborrables. Yo llegué al instituto sin saber lo que iba a ser en la vida, y si hoy soy escritor y periodista es porque me crucé con profesores que me ayudaron a entender que mi mundo no empezaba en La Aldea y acababa en Maspalomas. Aprendí que si te esfuerzas y perseveras en tus sueños puedes vivir donde quieras y emprender cualquier camino en el que realmente creas.

Tuve la suerte de coincidir con compañeros y compañeras que también se comprometieron con todo lo que se nos iba enseñando. Muchos de ellos ocupan hoy puestos de responsabilidad en muchos ámbitos de nuestra sociedad, pero allí aprendí que el triunfo y el fracaso son mendaces y maniqueos, y que lo único que vale es el intento permanente por mejorar, por ser buena persona y por saber cada día un poco más.

Podría dar nombres, y sería ingrato si no citara a algunas de las profesoras que me cambiaron la vida. Soy escritor por las clases de Literatura de María Teresa Ojeda o Eduardo Perdomo, por la Lengua que aprendí con María Teresa Arias o Paloma Bermejo, o por el latín que me enseñó mi tía Eladia García. El equipaje que más cuido en mi vida es el de los valores que asimilé en aquel instituto.

Tuve la suerte de aprender matemáticas con Encarna Reverter, pero en aquellas clases de matemáticas también se hablaba de la ética y de la impronta del saber y de la libertad que venían enseñando profesores como Marino Alduán o Luis Cortí desde hacía décadas. También aprendimosque la única igualdad es la que nos ofrece a todos las mismas posibilidades de educación y que nuestra cultura es nuestro verdadero patrimonio.

Ciclotimias

Hay fotos que amarillean más que el tiempo.

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