La luz del día


Santiago Gil  //

Nada sucede de repente y al mismo tiempo casi todo acontece sin que nos demos cuenta. Como la luz del día, como cuando amanece y la noche queda atrás como un túnel que atravesamos y olvidamos desde que el cielo se enciende y comienzan a escucharse los ruidos cotidianos, esos sonidos que antes de abrir los ojos nos cuentan el lugar en el que estamos. Hay un momento clave, un instante preciso, una especie de fogonazo como los de aquellos flashes de las cámaras fotográficas antiguas. Y

de repente nos encontramos con un día nuevo en el que volver a escribir nuestro destino. Casi nunca nos damos cuenta de ese milagro porque vivimos como autómatas sujetos a rutinas y a horarios, pero a veces, tras una noche larga de vigilia en un hospital, en un desvelo inesperado o cuando amanecemos en ciudades de paso, descubrimos ese momento casi mágico que seguirá repitiéndose cuando ya no estemos y que lleva repitiéndose millones de años.

Imagino que así nos crearían también a nosotros, en un proceso casi igual de mágico, partiendo de la nada, juntándose todos los azares para que un óvulo y un espermatozoide comenzaran la aventura que ahora somos. Después le quitamos trascendencia a ese momento y vivimos como si fuéramos eternos, pero entendiendo esa eternidad como una dejadez que nos despista, como si siempre fuéramos a tener tiempo de hacer lo que queremos y de ser felices, como si dentro de cien mil años alguien se fuera a acordar de nosotros.

También nos asemejamos a esa luz que se enciende de repente en el cielo, y como ella desapareceremos con la misma naturalidad que acaba el día y regresa la noche nuevamente. Y no tendría que pasar nada, o si acaso tendríamos que vivir con intensidad ese estado de consciencia que nos lleva de una luz a otra luz, como si nos llevara de una certeza a otra certeza, aun sabiendo que luego vuelve el enigma, o esa luz lejana de la que vinimos un día para amar y para tratar de ser felices sobre la tierra.

También nos parecemos a la luz de las pantallas antes de que se enciendan, cuando aparece un ligero parpadeo, casi inapreciable, y luego ya se ven las imágenes y las letras igual que nos sucede a nosotros con nuestros cuerpos o con nuestros recuerdos más lejanos. Y la pantalla, y la primera luz del día y nuestra propia existencia también se asemejan a aquellas habitaciones de techos altos de las casas de nuestras abuelas en las que de repente alumbraba un bombillo de bajo voltaje que iba iluminando poco a poco las paredes y los muebles. También entonces asistíamos estupefactos a aquel primer fogonazo que borraba la oscuridad de repente. Así aparecemos y así saldremos de la escena, y entretanto creo que no queda más remedio que entendernos. Todo lo demás son tinieblas, noches oscuras en las que nos extraviamos muchas veces.

CICLOTIMIAS

Más allá del horizonte hay un mar de estrellas que no vemos.

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