La vida que nos queda


Santiago Gil  //

Solo a veces, cuando vemos que se marcha para siempre alguien cercano, recordamos la certeza de que no somos eternos y de que el tiempo que no vivas intensamente es tiempo baldío, rastrojo en un campo que podía haber florecido, vacío en un espacio que podíamos haber llenado de experiencias grandiosas a poco que hubiéramos decidido apostar por la vida. Siempre ha sido así.

Si viviéramos pensando en el apocalipsis, a lo mejor acabaríamos perdiendo el tino, pero hace tiempo que creemos que estamos por encima de la naturaleza y del propio tiempo, o que con cuatro inventos para volar o para comunicarnos en las pantallas ya hemos conseguido vencer a la parca y evitar el tránsito por la laguna Estigia. No, no somos más que átomos que se crearon un día en una estrella, materia que se transformará como se transforma la materia de un pájaro o del granizo.

Todo esto que escribo viene a cuento por un vídeo que se ha hecho viral y que he recibido muchas veces en los últimos días. En esa grabación sientan a una persona al lado de quien más quiere o junto a quien le gustaría pasar casi todas las horas que tenga por delante. Les preguntan cuánto tiempo se ven y con qué frecuencia. Todos responden que una vez al mes, a la semana e incluso una vez al año.

De esas respuestas, y contando con la edad de cada uno, se calcula el tiempo que les queda para estar juntos si siguen viéndose con esa frecuencia tan espaciada. Todos se sorprenden y asumen lo efímero de su existencia, y se asustan cuando les dicen que solo se verán treinta o cuarenta días más en lo que les queda de vida.  Pero lo que cuenta no es el tiempo que no se van a ver sino a qué están destinando esas horas en las que están dejando de lado el encuentro con quienes les hacen felices. Un psicólogo ilustra el reportaje explicando que los humanos, para no pensar en la muerte, manejamos inconscientemente un extraño concepto de eternidad de nuestras existencias.

Y así es, y solo así se entiende que perdamos tanto el tiempo en actividades que no nos aportan nada o en trabajos que no nos enriquecen más que para pagar mil cosas casi siempre fungibles e innecesarias. Hace años estuve en el interior del desierto del Sáhara, donde se pierde la noción de los días y el nombre de los meses que aparecen en los almanaques. Allí estabas solo frente a la nada, como estamos todos los días sin darnos cuenta, y en lugar de miedo lo que sentí fue lo mismo que siento delante del océano: el sosiego absoluto y la tranquilidad de poder seguir respirando. Cuando regresas, o cuando abandonas la orilla o el abrazo de quien amas, caes de nuevo en la trampa, pero ya nunca es la misma trampa si uno sabe que es mendaz y que es mentira todo eso que nos cuentan para que nos creamos inmortales por tener un coche de alta gama o un móvil recién salido al mercado.

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