Los zapatos


Santiago Gil  //

Dejó aquellos zapatos en una papelera que estaba en la esquina de la Avenida Lexington con la calle Cuarenta y cuatro. Había comprado otros nuevos justo enfrente y esos zapatos dejaron de marcar las huellas de sus pasos para siempre. Aún podían haber durado un poco más, pero le molestaban mucho y no eran los mejores para las largas caminatas neoyorquinas. Esa ciudad parece que no termina nunca y uno camina por ella como si atravesara un escenario o un plató de cine improvisado a cada instante. Manhattan no solo era un fotograma reconocible en mil películas. Debajo de los rascacielos la vida era un espectáculo diario para cualquiera que supiera mirar esos detalles que conforman las historias cotidianas más allá de las apariencias y de los escaparates.

Volvió a Nueva York cuatro años después de aquel primer viaje. Nuevamente era junio. Le gusta viajar siempre en ese mes para aprovechar la luz de los días más largos y el cambio de estación que ya anuncia el verano en la vestimenta y en las miradas de la gente. Pero de Nueva York no se va uno nunca. Hay un eco de Walt Whitman en muchas callejuelas de las zonas apartadas de las grandes avenidas, hay sonidos de Gershwin y también hay voces de películas de Coppola, de Scorsese o de Woody Allen.

En el LowerEast Side o en Brooklyn uno cree ver a Diane Keaton saliendo de cualquier restaurante, o casi reconoce a Paul Auster tomando notas entre los bancos de Washington Square. Siempre resuenan los ecos del jazz en Harlem, y en la fachada del Chelsea Hotel siguen asomándose todos aquellos bohemios que quisieron cambiar la historia con la bohemia y el arte. Él caminaba con la mano en los bolsillos mirando los reclamos de las galerías de Tribeca.  Gómez de la Serna decía que Madrid era una manera de llevar las manos en los bolsillos cuando se caminaba entre las calles.

También lo es Nueva York, y él supo además que los zapatos que se dejan en el pasado pueden aparecer en cualquier momento caminando con los pies de otro, o con aquel que fuimos y se quedó en la ciudad que pensamos que dejábamos atrás para siempre. Eran sus zapatos, los que había abandonado en aquella papelera de la Avenida Lexington con la calle Cuarenta y cuatro. No quiso mirar a los ojos de aquel hombre. Vestía pantalones vaqueros.

Él también llevaba vaqueros aquel día en que los dejó tirados en la papelera. Lo fue siguiendo, mirando las marcas de los chicles tirados en el suelo y los papeles que movía la brisa que venía del río Hudson. Fue atravesando calles hasta adentrarse en un portal con macetas en los balcones del primer piso. Ese hombre se asomó al balcón y lo miró. Ahora estaba descalzo. Se quiso marchar pero sintió como si su sombra se alejara y él se quedara en aquella calle. Los zapatos estaban colocados a la entrada de la casa. Ese hombre sigue mirando a la gente que pasa por la calle.

CICLOTIMIAS

Hay ritmos que solo resuenan en nuestros adentros.

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