El ágora


Santiago Gil  //

En las redes sociales no hay buen vino, ni ricas viandas, ni un café después del postre. Hay mucho palabrerío que se lleva el viento de la pantalla casi tan rápido como aparece, como para no dejar tiempo para la reflexión o para que nos demos cuenta si esa frase, ese pensamiento improvisado o ese chascarrillo tenían realmente sentido, si valió para algo ese desgaste de neuronas y ese intento por ser el primero en contar algo.

Casi todo es fungible en esas redes, y se podría vivir perfectamente sin sus mensajes, aunque soy de los que las defienden como herramientas bien empleadas, o si conducen a los periódicos y a los libros para que luego podamos quedarnos a solas con nuestros propios pensamientos. Si no estamos a solas, en silencio, entendiendo, difícilmente podremos saber lo que pasa fuera y, sobre todo, lo que acontece en nuestros adentros, todo ese milagro parecido a las mareas que recorre nuestro cuerpo.

Por eso no cambio una buena comida con amigos por ningún artefacto tecnológico ni por la red social más avanzada en el punto cero que me quieran vender los que dicen que nunca estamos solos interactuando: interactuando  en esas redes creo que se está mucho más solo que mirando una puesta de sol en el glaciar más lejano de la Antártida, pero con la diferencia de que ese ocaso estaría lleno de sonidos, de olores y de nuestra propia mirada. Cada cierto tiempo, mucho menos de lo que quisiera, almuerzo con sabios con los que aprendo, tratando de guardar silencio y de escuchar.

Ellos quedan desde hace años, por lo menos una vez cada estación, delante de un buen vino, en un conocido restaurante donde se come de maravilla y con toda la sobremesa por delante. Yo llevo pocas comidas, pero cada una de ellas es como una cátedra de sabiduría del tiempo. Son dos profesores y un médico, todos escritores y lectores voraces, catadores de buenas letras y de mejores vivencias. Emilio González Déniz, Carlos Lázaro Roldán y José Antonio Luján hablan pausadamente, entre plato y plato.

Aparece la actualidad, sin gritos, sin extremismos, cada cual argumentando su postura, aparecen los últimos libros leídos, las infancias, los clásicos que siempre se asoman con alguna cita, el deporte, la vida que vemos por la calle y todo eso ante lo que casi siempre pasamos de largo. La tarde se va alargando lejos de las pantallas, como ha sido siempre, como era hasta ayer mismo. Los móviles siempre están en silencio.

Lo único que tratamos de activar es el humor, la inteligencia y ese agradecimiento a la vida cuando nos permite vivir más despacio, como lo hacían aquellos filósofos que se sentaban en el ágora, como los viejos de los pueblos que veían pasar las tardes como un gran acontecimiento. Lejos del ruido. Lejos de ese galimatías que confunde todo el rato en las pantallas de los teléfonos.

CICLOTIMIAS

La etimología de la palabra viento también arrastra papeles olvidados.

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