Madelman


Santiago Gil  //

Los malentendidos acaban con amores, con amistades y con lazos familiares que parecían acerados e inquebrantables, generan conflictos bélicos cruentos e incomprensibles y hacen que  muchos seres mortales se crean eternos en sus empecinamientos y en sus venganzas.

Todo por no hablar, por no sentarse  a entender el otro punto de vista, por no dialogar, por no buscar palabras como se buscaban pepitas de oro en aquellos ríos de las películas del Oeste que nos ponían en las sobremesas sabatinas.

Hoy casi todo el mundo grita, tiende al cruel monosílabo o envía un emoticono en lugar de contar lo que le pasa. Otros optan por dejar de hablar con quien consideran culpable de un agravio.

Cada vez hablamos menos entre nosotros, y el diálogo necesita el mismo entrenamiento que una carrera fondo y se parece a esos instrumentos que solo suenan bien después de cientos de horas de paciencia y práctica.

Cada vez vivimos más desorientados justamente por no remover certezas y dudas en los diccionarios. Creo que en los colegios habría que conseguir que los estudiantes entendieran ese milagro que hace años estilaron nuestros viejos y que nosotros hemos ido dejando en manos de las pantallas.

Conozco parejas que se rompieron y que, al paso de los años, siguen arrastrando a dos seres amargados por no haberse sentado a aclarar esos malentendidos que nombraba hace un momento.

Pero para hablar hay que separar los resquemores y las pasiones exacerbadas, y sobre todo hay que admitir que la razón es imposible que esté siempre de nuestra parte, que la otra persona también tiene su punto de vista y que cada  uno se mueve por su propia circunstancia. Ceder no es perder, ni en una negociación empresarial ni en un acuerdo amistoso.

Ese creo que es uno de los grandes errores de esta sociedad tan desnortada. Todo el mundo quiere ganar, y los arrogantes se sienten satisfechos si nadie los contradice, y por eso los ves caer irremisiblemente como caen todas las torres, así sean de marfil o de cemento, más tarde o más temprano. Promover el diálogo es promover el futuro de una civilización.

Aupar solamente a los supuestos vencedores, sin mirar más allá de las medallas o de los laureles, es promover la competencia desmedida, el sobresaliente del memorión que no era capaz de conmoverse ante el maltrato de un perro, y dejar atrás a quienes quedan fuera del foco de la moda de cada momento y del ruido mendaz de los decibelios de los estadios.

Todos valemos para algo. Todos ganamos y todos perdemos. Pero para llegar a esa certeza tenemos que retomar cuanto antes el camino que conduce a las palabras.

Solo escuchando a los otros podemos saber que no somos nunca tan importantes ni tan intrascendentes como nos quieren los que nos sueñan  articulados y manipulables como aquellos madelman de la infancia.

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