El mundo que nos quede


Santiago Gil  //
Cada mañana me empeño en buscar palabras que alienten la esperanza. Lo hago para tratar de situarme y para salir de la cama con algún argumento que le dé sentido a este encierro y a esta sensación de que estás quieto mientras el mundo se derrumba más allá de tu puerta. Soy de los que escuchan la radio desde que se despiertan, y por tanto no puedo ser ahora mismo un iluso que diga que no pasa nada o que todo lo que pasa tenía que suceder para crecer como seres humanos. Hasta ayer había en España más de diez mil muertos. Conozco bien a dos hijos de dos de esos muertos, dos buenos amigos. Los dos padres han muerto en Madrid, pero es que Madrid es para muchos de nosotros como nuestra segunda casa, por los afectos, por los años que vivimos y porque allí habita mucha gente que queremos. Esos amigos han sufrido no solo la pérdida de su padre. Lo peor que han llevado es la despedida, la frialdad aséptica de la muerte, el ver alejarse a una de las personas que más querían sin poder dar o recibir un abrazo.
Llevo días buscando vetas de esperanzas más allá de cualquier punto y aparte, y así seguiré hasta el último aliento, con el dolor de lo que uno contempla a su alrededor, con el miedo por lo que viene y con la sensación de que buena parte de los políticos que gobiernan o que aspiran a gobernar no han estado ni estarán a la altura, ni se han puesto en el lugar de todos esos miles de familiares que han visto morir a los suyos desde una distancia que acrecienta aún más el sufrimiento. No, yo tampoco tengo la solución a algo que ahora mismo se nos está yendo de las manos en todo el planeta (porque sabiendo que mi destino está en manos de Trump, de Bolsonaro o de Boris Johnson sí es verdad que me asusta lo que venga). Pero, como decía al principio, cada uno de nosotros debe buscar su propio aliento y su propio argumento para que las sumas de todas esas escrituras de quienes apuestan por la vida, por la ciencia y por la solidaridad sea la que gane esta guerra: porque esto sí es como una guerra, silenciosa y casi invisible, que ganaremos, aunque ya muchos de los que estaban hace unas semanas como cualquiera de nosotros, esperanzados y soñando veranos o enamoramientos, se hayan marchado para siempre. No debemos olvidarlos nunca para saber qué es lo importante y hacia dónde tenemos que encaminar nuestros pasos.
Los héroes y las heroínas siguen siendo todos los que nos cuidan jugándose su propia vida y las de sus familias, y la única esperanza es la ciencia, esos fármacos que ayuden a vencer al virus cuanto antes y la vacuna que estoy seguro de que acabará llegando. Luego habrá que reconstruirnos con lo que nos quede. Y seremos nosotros los que lo hagamos, no los que ya están maquillando cifras como si cada uno de los parados fuera un eufemismo sin miedo, sin un sueño roto y sin la angustia de saber si podrán alimentar a sus hijos dentro de unos meses. No hay que ser apocalíptico en estos momentos, pero sí hay que asomarse a la realidad con todas las consecuencias para que nadie nos manipule y nos aleje de lo que realmente nos importa, y lo que nos importa es volver a vivir sin miedo y sin el COVID-19, salir a la calle y reconstruir lo que perdimos con la esperanza de ser un poco mejores y de haber aprendido cuáles eran realmente nuestras prioridades. Yo sí soy de los que cree a carta cabal en la humanidad a pesar de que entre los humanos haya siempre indeseables, bocazas o pendencieros. Estos días de encierro, la paciencia y la resistencia de millones de personas en sus casas, están demostrando que se puede confiar en nosotros para inventar un mundo nuevo.
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