Francisco Pomares //
La Audiencia de Lleida ha confirmado una nueva condena –esta de dos años y medio de prisión- contra el rapero Pablo Hasél por amenazas a un testigo en un juicio contra unos policías locales leridanos, pena que se sumará probablemente a la de nueve meses de cárcel que Hasél ha comenzado a cumplir por enaltecimiento del terrorismo, y a otra de dos años –recurrida ante el Supremo- por apalizar a un periodista. Hasél amenazó de muerte al testigo después de mentarle a su madre en pleno juicio, algo que si lo hubiéramos hecho usted o yo, seguramente no habría predispuesto a los jueces a nuestro favor. Personalmente, me parece poco razonable que los delitos vinculados a la libertad de expresión se juzguen por la vía penal, pero tampoco tengo yo muy claro que llamar a alguien “hijo de puta”, agredir a un testigo en un juicio, insultar a quienes no piensan como él, o pegarle a un periodista sean precisamente cuestiones relacionadas con la libertad de expresión.
A mi juicio, la que se ha liado con la captura y encarcelamiento de este rapero malhumorado y faltón, con las calles de las capitales españolas incendiadas por protestas y vandalismo, y los Mossos a tiros (con balas de goma, eso sí), no es algo espontáneo ni casual. No responde a una sana indignación de jóvenes seguidores de los mensajes, filosofía o arte (por llamarlo de alguna manera) del rapero Hasél, ni tiene precisamente mucho que ver con la defensa de la libertad de expresión. Quienes empezaron las protestas en Barcelona son los mismos radicales violentos que llevan desde el uno de octubre de 2017 caldeando el ambiente cada vez que se presenta la oportunidad para hacerlo. Ojo, no se trata de una protesta ideológica, aunque se vista de tal, ni de una estrategia de apoyo al secesionismo planificada desde las sedes de la CUP, aunque los activistas de los CDR puedan camuflarse entusiasmados y hacer bulto en este jolgorio salvaje. Pero de lo que de verdad se trata es de violencia vandálica y destructiva de individuos antisistema, dispuestos a producir una reacción represiva desproporcionada de la policía y provocar una espiral creciente de acciones y respuestas violentas, que sirvan para deslegitimar las actuaciones policiales en defensa del orden público y en la protección de la seguridad de las personas y sus bienes.Quienes empezaron las protestas en Barcelona son los mismos radicales violentos que llevan desde el uno de octubre de 2017 caldeando el ambiente cada vez que se presenta la oportunidad para hacerlo
Lo chocante de lo que está ocurriendo no es que haya gente que se apunta a la bronca y disfruta con la destrucción. Lo chocante es que desde las jerarquías políticas del independentismo y la ultraizquierda se amparen esos comportamientos y se cuestione sistemáticamente la actuación de quienes tienen la obligación de jugarse el tipo, que además reciben instrucciones de gobiernos en los que ellos participan o –en el caso de Cataluña- monopolizan.
La desvergüenza del bondadoso Junqueras calificando las protestas de “escruulosamente pacíficas” o manifestando su preocupación por “el contexto en el que se alimentan estas situaciones”, recuerda mucho el miserable doble lenguaje de aquellos días de finales de 2017 alimentando –ejem- situaciones, que todos los encausados por el proces negaron después haber ‘alimentado’. La política española se ha convertido en los últimos años en un ejercicio de contagioso cinismo. Nadie dice realmente lo que cree: todo el mundo juega con tres barajas marcadas y al despiste. Los portavoces de Unidas Podemos se han lucido en eso: el tuitero Echenique ha salido a apoyar a “los jóvenes antifascistas que están pidiendo libertad de expresión en las calles” y Rafael Mayoral –portavoz de la dirección podemita- ha exigido “profundizar democráticamente todas las estructuras del Estado”. Muy ocurrente, pero de condenar a los que han pintarrajeado y destrozado sedes del PSOE (por cierto, ya me dirán que tiene que ver el PSOE con la sentencia a Hasél o con la actuación de los Mossos), ni una palabra.
La pregunta que procede hacer es cuánto tiempo más aguantará Sánchez el chantaje del secesionismo independentista y sus cómplices en el Gobierno, cuánto soportará el doble lenguaje de los ministros que aplauden o justifican el desorden, cuánto permitirá que dure esta pantomima de unidad de acción de un Ejecutivo roto desde hace ya dos meses. Y ya de paso, cuánto va a esperar la oposición constitucional para ofrecer un gran acuerdo nacional que permita a Sánchez –si es que de verdad lo quiere- prescindir de los monaguillos indepes y del sacristán Iglesias, su ministro de estar en Misa y tocar las campanas al mismo tiempo.
*Publicado en Tiempodecanarias.com