Por Santiago Gil
Para mi generación, la entonces Comunidad Económica Europea era el sueño de la democracia, de la modernidad y de la inexistencia de fronteras; pero también era lo lejano, incluso cuando nos incorporamos se mantuvo esa distancia, porque lejos de encontrarnos la Europa de la cultura y de las igualdades nos las tuvimos que ver con la Europa de los mercaderes, con ajustes laborales, con cuotas de exportación incomprensibles y con una sensación de ser siempre ciudadanos de segunda en las nóminas y en las posibilidades de crecimiento. Además, recién llegados, cayó el muro de Berlín y comenzó la especulación y el alejamiento de los derechos sociales y el impulso de una clase media que no tuviera la tentación de mirar al otro lado del telón de acero. Y así estuvo Europa todos estos años, pero era verdad que saberte miembro de la Unión Europea te daba una cierta tranquilidad, una sensación de que no caerías al vacío por una crisis pasajera o por tentaciones extremas en la política. También es cierto que a las nuevas generaciones se les permitió estudiar y salir para buscar esa altura de miras tan necesaria para poder avanzar en lo cercano sin que el chovinismo o las miradas alicortas coarten las esperanzas o las expectativas.
El sol, como cantaba Sabina, fue secando la ropa de esa vieja Europa hasta que hace unos días, casi en el ocaso y después de la incomprensible fuga del Reino Unido, nos dimos cuenta de qué significaba no depender solo de nosotros mismos. Claro que nadie regala duros a cuatro pesetas, y que habrá que leer toda la letra pequeña de los acuerdos; pero sin esa ayuda ahora mismo lo tendríamos casi imposible para levantarnos. Y cuando digo Europa, digo también Hispanoamérica, o África, la unión de los pueblos y la desaparición de las fronteras para poder habitar el mundo que viene, muy distinto al del pasado, con retos que no se pueden conseguir sin el compromiso de todos los seres humanos.
Muchos dicen que han cumplido su destino plantando un árbol, teniendo un hijo y escribiendo un libro. Más allá de esa boutade que alguien dijo en su día, no es solo plantar lo que importa: luego hay que cuidar ese árbol, ayudarlo a crecer y dejarlo en el camino para que dé sombra a los que llegan después de que nosotros nos hayamos ido. Ahora espero que esa Europa, a la que ha habido que sacarle la solidaridad casi con fórceps – sobre todo por la insistencia de esos llamados países frugales-, también descubra que la cultura y la educación que le permitió renacer muchas veces de sus propias cenizas y de sus guerras fratricidas, son al final las únicas divisas para evitar que los Boris Johnson o los Putin del futuro rompan una Unión Europea que, de no existir, nos dejaría peligrosamente alongados a todos los abismos.