Gutiérrez Aragón toma posesión en la Real Academia Española


Manuel Gutiérrez Aragón ha entregado su vida al cine, y esa pasión quedó hoy reflejada en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, centrado en el aprendizaje que tuvo que hacer del «esquivo», «indómito» y «difícil» lenguaje cinematográfico para llegar a ser director.

«La profesión de director de cine consiste, entre otras cosas, en sobrevivir al caos. Las cosas no suceden según se prevé en el plan de trabajo, las escenas no resultan como se escriben en el guion, el equipo es muy numeroso y difícil de controlar», reconocía Gutiérrez Aragón ante los centenares de asistentes a su ingreso.

Y lo decía quien ha dirigido películas tan memorables como «Demonios en el jardín» (Concha de Plata de la Crítica en el Festival de San Sebastián y Premio David de Donatello), «La mitad del cielo» (Concha de Oro del Festival de San Sebastián) o «Habla, mudita» (Premio de la Crítica en el Festival de Cine de Berlín).

Titulado «En busca de la escritura fílmica», el discurso de este cineasta, guionista y escritor combinó emoción y reflexión al evocar sus tiempos de «joven aprendiz» en la «mítica» escuela de cine de Madrid, en los años sesenta, cuando impartían clases Carlos Saura, Luis García Berlanga, Miguel Picazo, José Luis Borau o Basilio Martín Patino.

Una escuela en la que muchos querían entrar y muy pocos lo conseguían y en la que se podían ver las obras más recientes de Antonioni, Godard, Visconti o Billy Wilder. Y también «alguna película prohibida de Buñuel».

El lenguaje del cine le puede parecer al espectador «natural», «como el que hablamos todos los días», pero «no es así en absoluto», y Gutiérrez Aragón entendió muy pronto que «los signos y las reglas de la narrativa cinematográfica están mucho más codificados de lo que aparentan», dijo el nuevo académico, Premio Nacional de Cinematografía.

El aprendiz de cineasta «manifestó ante sus profesores una cierta resistencia a las convenciones cinematográficas», tanto en las discusiones de clase como en las prácticas con la cámara, «por cuyos resultados, desoladores, fue reiteradamente suspendido», recordó.

Pero antes de adentrarse en el lenguaje del cine, Gutiérrez Aragón elogió la figura de su antecesor en el sillón «F» de la RAE, el economista y escritor José Luis Sampedro, fallecido en abril de 2013, «un sabio, un hombre de bien y un escritor tan admirado como querido».

En el prólogo de «La vida perenne», Olga Lucas, esposa de Sampedro, cuenta que su marido solía decir, «con modestia de sabio, que había ido descubriendo de qué va esto de la existencia cumplidos los cincuenta». Para este economista, «el tiempo no es oro. El tiempo es vida», decía Gutiérrez Aragón.

En sus últimos años, Sampedro se mostró muy crítico con la marcha de la economía mundial. «No es muy habitual que un economista se despida de nosotros con una aguda crítica al éxito económico entendido como supremo afán, ‘algo que ha degradado las ilusiones, la dedicación, la gran aventura, la vida interior’», afirmó el nuevo académico.

El director de películas como «Camada negra» (Concha de Plata al mejor director en San Sebastián) o «Maravillas» (Premio Hugo de Plata del Festival Internacional de Chicago) comprobó en sus comienzos lo difícil que era reflexionar mientras «discutía el emplazamiento de cámara, motivaba a los actores y miraba al cielo por si se acercaba una nube» que le impidiera rodar el plano.

«La urgencia es la medida del rodaje. Las palabras ‘motor, acción’, son una invocación a fuerzas visibles e invisibles que, una vez conjuradas, provocan emociones y sucesos en cadenas. Cada toma es única, puede repetirse, pero el tiempo aquel no nos es devuelto», afirmó el director, que en 2008 anunció que dejaba el cine.

En medio de ese caos que supone dirigir una película, al nuevo académico le resultaba «liberador» el trabajo con los actores. «El actor es y no es el personaje, marcha de la vida al relato y del relato a la vida, pero continúa siendo él mismo», señaló el cineasta, para quien trabajar con los actores suponía ensayar «con algo vivo, la emociones se convertían en conocimiento».

«Un plano estaba hecho de latidos, de nervios, de pulsiones, de fotogenia», dijo Gutiérrez Aragón, que en 2015 publicó el libro «A los actores», a caballo entre el ensayo y las memorias.

Este cineasta ha sido también guionista, y a esa labor «agridulce» dedicó la parte final de su discurso: «en el guion está todo: el argumento, los diálogos, la descripción de la acción, las emociones de los personajes…; está todo menos la película», dijo el académico, que pertenece a «la escuela de los guionistas gruñones, aquellos que nunca están del todo de acuerdo con la película que le sale al director», y a veces ni con la que dirigía él mismo.

El guion, pensaba Berlanga, «es un policía dentro del rodaje». Por eso, el director de «El verdugo» contaba que cuando se le acercaba un miembro del equipo para recordarle alguna diferencia entre el libreto y lo que estaba rodando, gritaba»:

-«¡La Gestapo, la Gestapo! ¿El guion? ¡La Gestapo en el plató!».

 

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