Juan Cristo


Santiago Gil  //
Lo recuerdo cosiendo nasas, con un cigarrillo entre sus labios, reconcentrado y en silencio. Esa es la imagen que tengo de Juan Cristo. También lo veo en la proa de una falúa llegando al Puerto de Las Nieves. Juan Cristo falleció hace unos días. Era el padre de Domingo, uno de mis mejores amigos de infancia y juventud, de Cristo y de Toni; pero sobre todo es una foto fija de los veranos en el malpaís en el que estaban los camellos, cuando aquella costa parecía más un sueño literario que un paisaje del planeta, y así sigue siendo en mi memoria, un reclamo con cielo azul, mar bravío y un sol que siempre logra atemperar todos los contratiempos.
Aquellas nasas que arreglaba Juan Cristo cada tarde cosiendo con paciencia conocían todos los fondos en los que discurre otra vida distinta a la que tenemos en la superficie. Eran como trampas invisibles en las que quedaban presos los pescados, con una gran entrada que se iba encogiendo, y con una salida casi imposible. Las roturas tenían que ver con esas búsquedas desesperadas de los grandes peces. Nosotros también nos parecemos a esos peces prisioneros en el fondo del Atlántico. 
Creemos que nadamos en la infinidad del universo, y sin embargo no somos más que pequeños náufragos encerrados en un espacio angosto y pequeño. Los pescadores eran sabios, y los sabios suelen ser seres silenciosos. Cuando volvía a Agaete en todos estos años y me lo tropezaba, cosiendo esas nasas hasta hace pocos años, siempre nos saludábamos con la complicidad de quienes se conocen más allá de las palabras.
 Domingo y yo somos amigos desde que tenemos cuatro o cinco años, y Juan Cristo, por tanto, me vio entrar y salir de su casa cuando yo no era más que un niño al que solo le hacía falta la libertad de la calle para ser feliz. También era el pescador que había conservado el atávico canto con silbos para llamar a la morena, a la morenita pintada de los fondos marinos. Miro al pasado y me asusto a veces con algunas aventuras en playas peligrosas o grandes precipicios, y siempre que vuelvo, como regresé hace unos días, los amigos de entonces te hacen revivir momentos que, en muchos casos, no había vuelto a rememorar desde que acontecieron. 
En esas despedidas de las buenas personas, y en esos reencuentros con amigos que eran como hermanos, uno se cura con la sonrisa y con la liviandad de las vivencias que protagonizamos mucho antes de tener que salir a interpretar otros papeles en la vida. La suerte ha sido dispar para todos. Hemos ganado y hemos perdido, y el que no vea así la existencia creo que se extravía. Lo que sí conservamos intacto es el sueño del paraíso, y casi lo único que le pido a los años es poder regresar algún día a la vida sencilla de una aldea de mar, al silencio y la sabiduría de los hombres curtidos por el sol y por la experiencia. Así era Juan Cristo. Y así lo despedimos.
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