Marina Hervás //
Mis otoños estaban marcados por una cita, a mi juicio, ineludible: los encuentros con pensadores que organizaba Cajacanarias, dirigidos por Fernando Delgado. La pregunta que era común a todos ellos era la de qué mundo queremos después de tantas promesas incumplidas y tantos proyectos naufragados. La urgencia de la pregunta debería, quizá, comenzar por el ‘pequeño mundo’ de cada uno, por aquello que dice el proverbio ruso: si todos limpiamos la puerta de nuestra casa, la ciudad estaría más limpia.
Preguntar por la Canarias que queremos es, en realidad, preguntar por el futuro, por la Canarias que las generaciones (más) adultas están dejándo(nos) a los jóvenes. Me aterran las noticias como las que he visto últimamente en la prensa nacional e internacional en la que se reflexionaba –en la mayoría de los casos con motivo de la fiebre del Pokemon GO- sobre el cambio de rumbo de la juventud. Mientras hace menos de una centuria la popularidad crecía en proporción a la cultura que se tenía y de la que se podía presumir, parece que en los últimos tiempos hay una celebración de la ignorancia.
No es resultado de una acción espontánea de jóvenes que se han puesto de acuerdo, como si fuese un flashmob, para poner de moda la incultura. Tiene que ver, más bien, con los modelos culturales que ofrecen las instituciones y las políticas de recorte centradas en reducir lo que más importa. Desde que nos hemos convencido de que saber es poder y que el poder puede traducirse en masa crítica, la sociedad avanza en la eliminación de raíz de modelos de generación y divulgación de conocimiento y abundan los ‘Hombres y mujeres y viceversa‘ y otros escaparates del lado más oscuro de la humanidad, que redundan en los jóvenes más machistas, más homófobos, más conservadores y menos valientes de toda la historia. Podremos vanagloriarnos de eso en el futuro si aún quedan historiadores y filósofos que puedan estudiarlo y juzgarlo.
En las últimas semanas se ha centrado el debate cultural en nuestras Islas con motivo de la reformulación del Festival Internacional de Música de Canarias (FIMC). No volveré sobre el tema porque ya hay buenos (y malos) artículos al respecto, aunque celebro el hecho de que haya generado tanto revuelo, pues eso abre la ocasión de la reflexión. Me importa más lo que afecta al modelo cultural canario en general y de la música en particular. Yo que soy un raro espécimen que aún asiste asiduamente (al menos una vez a la semana) a un concierto, y casi siempre de clásica, me encuentro que la práctica totalidad de personas a mi alrededor me llevan, al menos, cuarenta años. Esto me preocupa. Es un claro síntoma de que algo se está haciendo mal. Ahora que la música se puede escuchar en miles de plataformas y formatos, parece que el aura del concierto se desvanece.
La música, por mucho que exista el FIMC (y otros tantos que pueblan ya casi todas las ciudades españolas), es una de las asignaturas más maltratadas en los colegios e institutos (una ‘maría’) y hay muchos conservatorios (como veíamos recientemente en Castilla y León) que tienen que pedir su mantenimiento pidiendo firmas en las redes sociales, pues hay que hacer esa tarea tan agotadora por redundante de convencer a los políticos de la importancia de centros de educación musical. Y no: el dinero (sobre todo su producción) no es la excusa. Miles de jóvenes asisten a los festivales de verano (y no sólo a los más baratos: el Primavera Sound no es precisamente para todos los bolsillos). Y no: no tiene porqué tener que ver con la brecha entre la música “clásica” y la “ligera”. Cada vez tienen más auge las citas donde se intentan reformular los conciertos de ‘música académica’ (sea lo que sea), como la inclusión de Become Ocean de Luther Adams en el Sónar en Barcelona, donde a la salida había cerveza para compartir con los músicos y un concierto de electrónica.
Quizá será casualidad, pero estaba lleno de jóvenes. También lo estaban los festivales Infektion y el Dezentrale Musik, ambos en Berlín. El primero organizado por la Staatsoper y el otro por la Akademie der Künste, donde se estrenaron obras, se contó con jóvenes compositores y hubo un diálogo interesantísimo entre espacios y otros tipos de arte. Eso pasa, también, con el nuevo destino de la exposición sobre arte sonoro español de la Juan March en el museo de arte abstracto de Cuenca, donde mientras se contempla un Zóbel suena Hidalgo, y de repente nos damos cuenta de que, desde sus lenguajes, estaban buscando cosas parecidas. Tengo muchos más ejemplos, pero no quiero aburrir al lector.
Con esto sólo quiero lanzar dos reflexiones: si queremos seguir repitiendo modelos que ya sabemos que tienen fecha de caducidad (y que, por cierto, todos los espacios –al menos europeos- se replantean para incluir a nuevas generaciones) y si estamos haciéndolo bien en la gestión de los recursos. Mientras los medios insulares se concentran en el FIMC, pasan desapercibidos proyectos como el Equipo Para, que trae cultura contemporánea y de una calidad altísima a Tenerife, o el Festival Keroxen. Con esto, que conste, no defiendo sólo que haya que pensar cómo hacer dialogar la música ‘clásica’ con la de hoy (sea ‘ligera’ o ‘académica) -al igual que naturalmente pasaba hace unos siglos: no habría Pasión según San Mateo sin música popular- sino también el formato. El FIMC, como se quiere resituar en 2018 como si siguiésemos en la década de 1980 –tal y como han defendido algunos- es un claro síntoma de que no se ha entendido nada: la idea es ver qué ha cambiado e invitar a que el 2018 augure cultura inclusiva hacia adelante, no hacia detrás.
Todo esto es sólo un ejemplo de algo más acuciante: la cuestión del lugar que ocupa la cultura en Canarias y la fuerza de los habitantes en las Islas para configurar un modelo renovado y renovador. ¿Es esta la Canarias que queremos, la que nos dejan querer o la que podemos querer? ¿Es esta la tradición que queremos heredar? ¿Puede seguir siéndonos indiferente la brecha cultural entre Islas, entre grupos sociales y diferentes poderes adquisitivos? ¿Damos una respuesta rotundamente afirmativa ante la pregunta de si el modelo cultural canario es representativo de las inquietudes de la sociedad canaria?
Creo que hay, sobre todo, un elemento fundamental, que a veces nos ha hecho perder el rumbo: que el objetivo de lo cultural no debe confundirse con el aumento de turismo, o con el de aparentar ser lo que no somos o tener lo que no tenemos para dar un golpe de efecto en algo así como la ‘Marca Canarias’. Podemos cooperar con que tal detrimento de la cultura sea lo que le dejemos a los jóvenes, es decir, ser parte de esas instituciones que eliminan o reducen lo que más importa (ya sea económica o socialmente). Podemos, por el contrario, asumir la responsabilidad de dotar de herramientas culturales a las nuevas generaciones: porque es lo más democrático y porque sólo así crecerá la Canarias que queremos, y no sólo la que nos dejan querer.
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Marina Hervás (Tenerife, 1989) es Licenciada en Filosofía (Universidad de La Laguna, 2011) y en Historia y Ciencias de la Música (Universidad de La Rioja, 2014), Máster en Teoría e Historia del Arte y Gestión Cultural (Universidad de la Laguna, 2012) y doctoranda en Filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona con una beca FPU. Posee el grado medio de violín y es miembro activo de orquestas jóvenes de Barcelona. Ha obtenido el Primer Premio en Ciencias Sociales y Humanidades del Certamen Nacional de Investigación ‘Arquímedes’ convocado por Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España. Ha realizado estancias de investigación en el Instituto de Investigación Social de Frankfurt a.M. y en la Academia del Arte de Berlín. Ha participado en numerosos congresos nacionales e internacionales. Es crítico musical (Scherzo, Codalario, Culturamas) y también dirige el magacín digital Cultural Resuena.