La física del tiempo


Santiago Gil //
Nunca es tarde para casi nada, sobre todo si ese cambio y esa nueva senda dependen de nosotros, hacedores de nuestro propio destino aunque lo olvidemos tantas veces, corredores de fondo que perseguimos oasis imposibles por más que muchos quieran que vayamos detrás de lo meramente material.
A veces lo que nos ha fallado son los cimientos, las enseñanzas de la vida que más falta nos podrían hacer cuando llegaran los días de las decisiones importantes, la sabiduría de unos viejos a los que apartamos sin saber que ese alejamiento es también nuestro propio alejamiento, la experiencia vital de quien aprendió que los años pasan volando, pero que al mismo tiempo se vuelven eternos si uno sabe vivir plenamente cada día de su existencia, con esa humildad de quien asume que un día nuevo es también una nueva oportunidad para aprender algo que desconocíamos incluso de nosotros mismos.
No entiendo cómo en su momento no lograron que me apasionara con las matemáticas y con la física, o que el solfeo dejara de ser aquella letanía de las tardes de la que escapé siguiendo el sonido de cualquier balón que oyera a mi alrededor: no entiendo por qué no lograron que ese aprendizaje no fuera el juego más divertido de nuestra existencia.
Tuve suerte con las asignaturas de letras, pero las de ciencias fueron casi siempre un suplicio y no buscaba más que aprobar y olvidar lo que apenas había logrado entender. En literatura también se cometía el error de tratar de que un niño de catorce años se enamorara de la poesía con el Mío Cid en lugar de seducirnos con Antonio Machado o con Alonso Quesada.
De esos aprendizajes equivocados también viene el rechazo a la poesía de muchos conocidos, pero nuestro Mío Cid de las ciencias fueron aquellas fórmulas de física y aquellas trigonometrías que nadie nos contó que servían para entender el universo o el origen de nuestra propia vida. Ahora he vuelto a la física a buscar respuestas y me acerco a ella como quien se acercaba antiguamente a un taller de alquimia, sobre todo a la física cuántica que tanto necesitamos para entendernos.
Lo último que he leído, entre novela y novela, o entre dos libros de poemas, es El universo in-formado del Ervin Laszlo, y entonces descubres que casi todo tiene sentido, y que lo que es ridículo es separar los versos de los números o las notas musicales de lo que suena en el piano cuando alguien interpreta a Bach o a Chopin.
También intuyes que cada cual se genera su propio universo, que solo existe lo que deseamos y que, probablemente, estemos viviendo muchas vidas al mismo tiempo sin darnos cuenta. Todo eso ya lo había vislumbrado antes en las novelas y en los poemas, pero sin la ciencia, algo queda cojo incluso en la más alocada ocurrencia que uno pueda tener sobre ese milagro que acontece entre la vida y la muerte.
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