Santiago Gil // Desde el barrio de San Roque se ven los barcos que llegan al puerto siguiendo esos caminos infinitos que traza el océano. Uno imagina esa vista hace mil años, o la recrea cuando Luján Pérez diseñó la fachada de la Catedral con ese arco central por el que pasan las nubes, las gaviotas y todos esos barcos que lo atraviesan como si se asomaran unos segundos a una pantalla. Cada arco forma un espacio casi teatral en el que nos representamos a diario quienes pasamos por debajo, y también cada dintel de cada puerta que atravesamos entrando y saliendo de esos actos que se van improvisando a medida que transitamos por el mundo.
A lo lejos, las ciudades parecen siempre trazadas a conciencia, y sin embargo casi todas ellas nacen del caos, de la necesidad de los espacios, de las zonas de comercio, de las modas o de esos planes urbanísticos que extienden los límites cada vez más lejos de los centros en los que una vez alguien decidió levantar una iglesia, una casa consistorial o un campamento de tránsito que con el paso del tiempo se acabó convirtiendo en Londres, en Manhattan o en Las Palmas de Gran Canaria. Me gusta subir a los riscos de la ciudad para mirarla como mismo observa un entomólogo los lugares que habitan los insectos. Recuerdo una novela de Luis Vélez de Guevara en la que el diablo cojuelo podía adentrarse y mirar cada detalle que aconteciera en esas pequeñas celdas que son nuestras viviendas. El escritor del XVII hacía viajar a su personaje por el Madrid de aquellos años, pero realmente cuando cualquier escritor cuenta el lugar en el que habita lo hace adentrándose también como un intruso en las vidas de esas familias y de esos solitarios que acontecen de puertas adentro, o que ahora se cuentan con todo lujo de detalles en esas redes sociales que enseñan el mundo desde otros prismas, o como si uno lo pudiera ver desde dentro. Vélez de Guevara levantaba los techos de las casas para ver a qué se dedicaban quienes moraban en ellas, y lo hacía para enseñar la misma picaresca que mostraban Quevedo o Diego de Torres Villarroel en sus obras, o la que conocemos cuando seguimos los pasos literarios de Lázaro de Tormes. Estos días que vivimos también parece que solo pueden ser contados desde ese punto de vista del vivales, del aprovechado o del que ronda siempre en los límites de lo delictivo y se mueve entre ese fango de corrupción que hemos dejado extender como una ciénaga inacabable todos estos años. Uno quisiera seguir mirando las gaviotas que pasan a través de las catedrales de antaño; pero luego se fija un poco más y no puede dejar de imaginar todas esas existencias que se enredan a diario entre las calles que transitamos. Lo que nos salva es que levantando techos también encontramos a quienes hacen que la vida siga mereciendo la pena.
CICLOTIMIAS
La inmediatez no debe confundir lo que sabemos que solo concierne al tiempo.