Llamadme Ismael


Santiago Gil  //

Toda vida es épica porque toda vida es una búsqueda de certezas. Da lo mismo donde acontezca la lucha. La novela también es una metáfora de la vida, y por tanto una búsqueda de verdades en medio de la mentira. Moby Dick es mucho más que una novela, es la lucha por un imposible, es la persecución de un sueño casi inalcanzable, es la locura de quien busca siempre más allá de todos los horizontes.

Es la Biblia, es Noé en medio de un diluvio que se parece mucho al fin del mundo, es La Odisea, Ulises navegando sueños imposibles en las aguas, buscando utopías, no queriendo nunca llegar a puerto para que la existencia también sea un viaje diario, como en aquel poema de Kavafis, como cualquiera sabe si ha vivido ya unos años en este planeta en el que en cualquier momento aparece un Trump o un Ghandi, el ying y el yang, el verbo como primera noticia de la vida, y también el verbo como destino final de todas las batallas.

Melville también contó la historia de aquel oficinista que prefería no hacerlo, no se negaba, no maldecía su suerte, solo elegía no hacer lo que no le gustaba como mismo eligió Ahab la locura de buscar una ballena (o cachalote) blanca en todos los océanos del planeta como quien reta  a un dios o a su propio destino, o como quien escribe o pinta un día y otro día tratando de encontrar un sentido a la literatura o a la pintura como buscaba Ahab un sentido para su propia biografía. Llamadme Ismael, así comienza la narración y el desafío de una de las historias más fascinantes de la literatura, porque Melville, como en aquel relato del oficinista que sabiendo hacer algo prefería no hacerlo, también creo que plantea la obsesión de escribir en esa búsqueda obsesiva de un animal que parece inmortal e inalcanzable, el que un día le arrancó una pierna como arrancan algunas historias las esperanzas y las rebeldías.

No hay personaje de Moby Dick que no tenga algún sentido o no haga alguna referencia a las historias bíblicas o clásicas, que no dejan de ser las historias más sagradas no por divinas sino por humanas y por atávicas, por ser las primeras que quisieron rebuscar donde se sabe de antemano que nunca hay ninguna puerta de salida.

No es una lectura fácil Moby Dick. No tiene nada que ver con esa seudo literatura que muchos tratan de vendernos ahora sin saber que las buenas novelas son aquellas que nos complican un poco más la existencia interrogándonos más allá de lo evidente y de lo cotidiano. No sé yo las dificultades que hubiera encontrado Melville para publicar una novela como esa hoy en día. Pero su autor tenía claro que le daba lo mismo la fama o lo que dijeran los demás de su relato, de esa búsqueda que él también emprendió desde que escribió la primera frase de la novela. Moby Dick es uno de esos libros que se quedan para siempre en tus adentros, de los que realmente te golpean cerca del alma y cerca del hígado al mismo tiempo. Se vuelve a él, como regresamos al Quijote, abriendo el libro al azar por cualquier parte, conociendo de antemano el fin y la derrota, pero fascinados por el coraje de quien no ceja en su lucha aun sabiendo que ya ha perdido una pierna, su dinero, su cordura y casi todas las esperanzas.

La travesía del Pequod es como la de Leopold Bloom y Stephen Dedalus en las calles de Dublín, como la de Alonso Quijano y Sancho Panza  por los campos de La Mancha o como la de cualquiera que se embarque en una búsqueda que no conoce descanso, desaliento o renuncia. Cuando emergen de las aguas los monstruos sumergidos siempre traen los arpones rumbientos de quienes ya también intentaron atraparlo. Siempre se repiten los monstruos, los sueños, las obsesiones y los navegantes, y cada vez que alguien lee Moby Dick está adentrándose en su propia batalla.

 

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