Santiago Gil //
No sé cuántas personas se habrán visto afectadas por la gripe en estos días.
A mí me tocó la semana pasada. Me sentía como aquellos personajes de Paul Bowles que enferman en medio del desierto y que ya no saben si lo que ven sus ojos son realidades o espejismos.
Apenas tuve fiebre, pero el cuerpo me pesaba como un lastre que no podía arrastrar a ninguna parte y, entre los sudores y las pesadillas, me despertaba cada mañana como si me acabaran de apalear en medio de una selva.
Fui al médico y me dijo que tenía que tener paciencia y tomar paracetamol y mucha agua. Durante esos días iba a la cafetería y quien me servía el desayuno estaba peor que yo, lo mismo que si subía a un taxi o me encontraba con alguien en Triana. La mayoría de la gente iba por la calle como aquellos condenados a galeras que arrastraban grilletes. Un humano agripado se parece mucho a aquel ángel con grandes alas de cadena que escribía Blas de Otero.
Ya sé que no es muy metafísico, ni tampoco muy poético, pero en ese estado, o cuando uno está enfermo, es cuando realmente toma conciencia de su importancia y deja lo metafísico para las noches estrelladas de verano.
En esos días me imaginaba la gripe de quienes duermen en la calle, la de los yonquis que se acurrucan entre cuatro cartones o la de quienes están completamente solos en sus casas.
Y luego veía las fotografías de los servicios de Urgencias colapsados, ancianos con ojos de miedo aparcados en los pasillos sin poder valerse por sí mismos y sin saber si saldrían de ese trance, de una simple gripe, que no es tan simple si se va complicando y si coincide con otras patologías.
Esos días de febrícula y temblores me gusta leer novelas o ver películas antiguas. Mis amigos se burlan a veces de mis ataques de hipocondríaco. Reconozco que lo paso fatal.
También se burlan cuando empiezo con la matraquilla de la vulnerabilidad. Yo estaba feliz y tranquilo, aunque una amiga me dijo que pensara muy bien todo lo que había hecho esos días o si tenía miedo a algo que sabía que podía llegar.
Analicé lo que había hecho y no creo que me mereciera ninguna plaga bíblica, ni tampoco una gripe tonta como esa, y los miedos siguen siendo los mismos que tengo casi siempre.
Pero esa amiga estaba empeñada en que algo estaba fallando en mi mente y que ese fallo afectaba luego a todo el organismo. Ella no lo sabe, pero yo tiendo a sentirme culpable de cualquier cosa, y bastó que me dijera eso para que también empezara a sentirme culpable de esas jodidas décimas que apenas me dejaban moverme.
No he llamado más a esa amiga, pero escribo esto para que mi cuerpo sepa que en ningún momento he tenido intención de hacerle daño. Casi todo lo que escribo me lo invento.
No esa gripe. Esa gripe la curé con agua, paracetamol y paciencia; pero hay otros malestares que solo curan cuando se escriben. Y si no curan por lo menos se hacen más llevaderos.
CICLOTIMIAS
Hay palabras que hieren mucho más allá de los trazos.