Por Míchel Jorge Millares //
“…Por mi fe, habéis bebido demasiado ‘canarias’; es un vino maravillosamente penetrante y que perfuma la sangre…” Mistress Quickly a Doll Tearsheet (William Shakespeare. ‘Enrique IV’, segunda parte, acto II escena IV)
La riqueza enológica de Gran Canaria es incalculable. La vid fue uno de los cultivos primerizos tras la conquista de la isla, y la producción de vino fue una de las primeras labores de los colonos que se asentaron en nuestro territorio. Su fama se extendió por dos imperios, el español y el británico.
Tras la irrupción de la filoxera en Europa (1863) los viñedos de todo el continente se vieron afectados por este insecto que casi acabó con la uva de no ser porque en algunos territorios no se propagó, salvándose algunas variedades de uva en los reductos vitivinícolas de Chile, Chipre, Creta y las Islas Canarias. En el caso de Gran Canaria, su Denominación de Origen (DO) cuenta entre sus ‘joyas’ variedades de Negramoll, Malvasía Rosada, Gual, Vijariego Blanco y Moscatel de Alejandría.
Además, los viñedos se encontraban principalmente en la zona de El Monte, un territorio volcánico dominado por el pico y el cráter de Bandama, junto al poblado troglodítico de La Atalaya, donde hasta hace unas pocas décadas un gran número de sus residentes habitaban en cuevas y producían loza realizada con barro, siguiendo la tradición de los antiguos canarios. De hecho, al volcán, cuevas y vides, se añadía un paisaje de casonas de estilo colonial británico, donde se encontraban varios hoteles como el singular Hotel Santa Brígida. La visita al lugar fue muy demandada por los turistas de hace un siglo, realizando la ruta llamada ‘La vuelta al mundo’, donde el paisaje, las tradiciones, la original oferta etnográfica y gastronómica, mostraban a los visitantes por qué Canarias son islas afortunadas.
En esta isla se puede vivir cómo la tierra volcánica nutre perfectamente la vendimia, la alimenta y protege, mientras gesta una uva rica en aromas originales, alimentada con un sol tropical y refrescada por el alisio. El lagar inunda el viñedo de olores al pisar el mosto, el jugo de la isla. Una experiencia única, para todos los sentidos, inolvidable.
Visitar una bodega, un cafetal, una platanera, la finca de mangos, de aloe… son muchas las propuestas que tiene la isla para sorprender al viajero. El turismo como industria principal de la isla también impulsa sectores vinculados a la sostenibilidad, mejora la accesibilidad, facilita la actividad deportiva y saludable, la oferta cultural y gastronómica. La viticultura se sostiene en parte con una oferta de enoturismo. El km 0 de producto local y experiencial.
El turismo enológico dinamiza zonas amplias de producción vinícola y sus entornos, al promocionar la gastronomía, un paisaje original, donde convive el picón volcánico con una naturaleza muy fértil, una tierra con la que se elaboran recipientes de barro ancestrales que se usaban hasta la llegada de las cocinas de gas. Historias así mueven la creciente ola -y muy notable en tiempos pos Covid-19- de turismo activo, lo cual atrae interés por los valores etnográficos de la isla.
Este encuentro con la Gran Canaria volcánica a través de sus productos, con su sabor, sus aromas más gratos para el paladar y el olfato humanos, favorece una actividad en amplios espacios lugares abiertos y en entornos rurales donde se establecieron los primeros hoteles para el turismo de salud. Así es, pero brindando con un vino de Gran Canaria, elaborado y embotellado en la misma bodega donde durante siglos se ha cosechado bajo la mirada del volcán.
¡Salud!