Santiago Gil
Estos días encuentro cientos de plumas en las plazas y en las calles. No las ves si no te fijas en ellas, si no caminas con la mirada perdida y con la mente abierta para poder sorprenderte de cada detalle cotidiano que se renueva, porque todo es nuevo y cada día es diferente: nunca es la misma fachada ni la misma puerta por la que pasas a diario, casi siempre sin darte cuenta, cambia el color, el desgaste inevitable del tiempo y todo lo que se añada a cada instante, el perro que pasa cerca, la niña con la bicicleta que atraviesa ese espacio como una flecha o tu misma sombra, que jamás es la misma que tenías unos segundos antes de que te pusieras a caminar buscando argumentos.
Tengo un amigo que siempre dice que esas plumas que mueve el viento, o que se amontonan en una esquina de la plaza entre las hojas muertas de los laureles de indias, son de todos los ángeles que nos sobrevuelan sin que nos demos cuenta, que cuantas más plumas veamos más se conoce que estamos necesitados de ángeles alrededor nuestro para poder enderezar todo este escenario que cada día entendemos un poco menos. No le voy a quitar la razón a mi amigo: hay días en que uno solo puede confiar en esos ángeles y en las cábalas del tiempo, o en la sabiduría de la propia vida, en todas esas mareas del destino que no entendemos hasta que pasan los años y todo se coloca más o menos en su puesto.
Si nos fijamos, y miramos para el cielo de vez en cuando, nos daremos cuenta de todas las aves que nos sobrevuelan a diario, de las gaviotas que transitan entre la costa y los vertederos, de las palomas que sueltan en los cientos de palomares que todavía existen en la azoteas de la ciudad o de todos esos pájaros exóticos que quedaron varados en los parques o en los barrancos tiñendo de colores llamativos las sombras de sus vuelos. De todas esas aves, sobre todo de las gaviotas y de los alcaravanes, son esas plumas que encontramos luego en las aceras o en los patios de nuestras casas. También hay muchas plumas de colores diferentes, mucho más grandes y resistentes, que llegan de todas esas bandadas de aves que atraviesan los continentes desde hace miles de años buscando siempre el calor de los paisajes, la supervivencia atávica, todos esos aleteos que, como los nuestros, nos llevan de un lado para otro confiando siempre en nuestra propia suerte y en un porvenir más halagüeño. Estos días de plumas son, curiosamente, los más silenciosos cuando amanece. Ya casi no se escucha el bullicio de los mirlos y de los otros pájaros mañaneros. Para muchos es la época de muda, y en esos días se quedan en silencio, ese silencio siempre necesario para cantar con más fuerzas y con un sonido nuevo a la próxima primavera. Los humanos deberíamos mirar un poco más a la naturaleza para entender nuestras propias bajamares y esos días inevitables en que parece que ya no vamos a ser capaces de cantar de nuevo. Quizá, como escribía Blas de Otero, nosotros también somos ángeles, pero con grandes alas de cadenas.