Poesía en el desayuno


Eduardo González Pérez //

Hay mañanas, como estas últimas, en las que me empeño en desleír literatura en leche como quien diluye gofio. Me está ocurriendo con Poesía universitaria palmense, 1992-1998 (retazos testificales autobiográficos), de Victoriano Santana Sanjurjo (Mercurio Editorial, enero de 2025), que se presta al desayuno como los sueños a la vigilia, como esos que no terminan de irse del todo ni se dejan soñar por completo. Normalmente, es la luna —sobre todo en sus menguantes— la que me saca desde temprano a la terraza, como a las plantas que, en la sombra, siempre se quieren. Es el alba selenita —y serena— de quienes encontramos paz en esas horas en las que el mundo que nos rodea aún duerme con la boca cerrada; o dicho de otra manera: los vecinos, que todavía roncan sus ruidos futuros, no saben que hemos firmado una tregua.

Nos solemos escribir, Victoriano y yo, correos desde temprano, porque es ahora cuando se puede redactar una carta sin que la interrumpa el miedo a no ser leída. También porque sabemos que la literatura tiene sus horarios de susurros. Y porque tan solo despiertan, sin voz levantada ni griterío, al interés. Es el momento en que este tiene la capacidad de escuchar longitudes de onda tan bajas que ni los perros, preparándose ya para filosofar a ladridos dentro de poco, serán capaces de captar. A estas horas, el interés no grita: escucha. Por ello, su Poesía universitaria palmense bien merece ser oída antes de que amanezca el ruido, cuando aún es posible creer que la palabra escrita es la forma más honesta de desayunarse, y más si es por medio de una epístola como esta.

Al tomar este libro en mis manos, tengo la sensación de abrir una caja de zapatos. Y, una vez abierta, no encuentro lo que se supone que debería haber, sino una ciudad entera que bulle dentro de ella en más de seiscientas páginas. Nada se deja fuera —o eso intenta su autor—, que se presenta como testigo de una extraordinaria eclosión literaria en la capital grancanaria durante los años que señala el título y que se extienden a la última década del siglo pasado. Testigo, sí, dice él que fue, pero sospechoso también de haber intervenido en los hechos. Nos advierte, Santana Sanjurjo, que lo suyo es «una versión incompleta, sesgada y desmayada» de lo acontecido. Pero si advertimos algún desmayo, lo habremos de buscar en la página 662, donde termina por confesar que no pudo escribir los aproximadamente veinte folios que en un principio le habían pedido sobre el asunto del título. La pasión le pudo y nos ofrece el autor, según señala Oswaldo Guerra Sánchez en una reseña sobre este vademécum literario publicada en prensa, una Rayuela moderna, donde salta de casilla en casilla entre el yo que escribe, el que vive y el que intenta recordar. Ha sido capaz de construir un extraordinario rompecabezas donde el diálogo multidimensional de su escritura no solo ofrece un testimonio, sino una forma de estar en el mundo. Puede que inestable, pero tan viva que pareciera que el libro nos lee y nos mira con la complicidad de quien sabe algo sobre nosotros mismos que nuestros propios egos desconocen.

En la pasada Feria del Libro de Santa Lucía de Tirajana (Vecindario, del 8 al 11 de mayo de 2025), se volvió a presentar esta obra en la que empeño mis desayunos. A dicha presentación le precedió una charla-coloquio sobre poesía en la que participaron las necesarias voces de Tina Suárez Rojas, Federico J. Silva y Pedro Flores. Debo reconocer —y agradecer a esta tríada tan humildemente honesta con los versos— que esa tarde me hizo recordar aquellas otras en las que acudíamos los jóvenes bachilleres —puntuales y ansiosos— a las oratorias públicas que se realizaron tanto en la plaza del pueblo como en el campo de luchas (que desde la arena hacían de las gradas improvisados “anfiterreros”) para escuchar, amplificadas por los altavoces del Centro de la Cultura Popular Canaria, a Maribel Lacave, Paco Tarajano, Pedro Lezcano o Pepa Aurora, entre otras. Y sabíamos —con nostalgia ahora contenida— que estábamos viviendo algo importante, aunque no supiéramos del todo qué.

Aquellas voces, las de entonces, parecían venir no tanto de las personas que las emitían, sino de un lugar más profundo. Algunas eran prestadas (como la de Luis Morera que, desde Taburiente, cantaba a Agustín Millares) y parecían flotar por encima de nuestras cabezas para posteriormente aterrizar, por suerte, en algún lugar de nuestras conciencias. Parecía que la conspiración poética estaba fundando un país del que queríamos formar parte. Ahora, dejando atrás ese lejano querer por aspirar a estar presente en otro que se quiere con respeto, releo su Poesía universitaria palmense sin dejar de pensar que tal título, acompañado de “1992-1998 (retazos testificales autobiográficos)”, solo podría darse en un sueño de almohada sudorosa o en errata de imprenta que se da a la fuga. 

Como apuntó el poeta Pedro Flores en esa tarde de este ahora —quien nos hizo los honores, a los allí presentes, de introducirnos en la obra que aquí nos vuelve a reunir—, leeremos «un tomo que significa un antes y un después para cualquier trabajo o estudio que se haga sobre la etapa y autores referidos en él». Recalcó, además —de esa manera propia con la que habla como si estuviera recordando lo que no ha sucedido o lo que está por volver a suceder—, que nos encontramos ante un «tomo fundacional», puesto que habrá de tomarse como referente para intentar entender la poesía canaria surgida en los noventa. «Un antes y un después», nos afirmó con la claridad rotunda de unas palabras que nos empujan a leer de nuevo todo lo que se creía entendido. Un antes y un después porque «aquí están desde los premios, acontecimientos y autores que, más de treinta años después, seguimos incidiendo en ese continuo naufragio que es la poesía, como aquellos nombres, certámenes, colecciones de poesía o editoriales que ha engullido ese mismo naufragio». Y recaló también el poeta Flores en aguas profundas para recuperar verseadas expresiones de ese mismo naufragio que se agarra a Poesía universitaria palmense como tabla de salvación para poder, nuevamente, respirar. Respirar y ser voz en igualdad de condiciones.

Sinceramente, no sé si esta obra aspira a tener lectores como yo —cómplices de lo inexcusable—. Quiero pensar que en el fondo da igual porque Victoriano ha escrito para no dejar que la corriente del olvido se lo lleve todo, para dejar una piedra en el cauce del barranco que, aunque pequeña, aunque el agua la rodee sin inmutarse, estará ahí y habrá de sortearse con mutismos o sin ellos. A veces, sin embargo, alguien tropezará con esa piedra y, al caer, se dará cuenta de que alguna vez quiso ser poeta o, al menos, no desaparecer del todo; o, simplemente, formar parte de una conspiración que amaba las palabras y «escuchaba a sus amigos como a la música», según nos dijera Maxim Gorki en su universal Madre. Yo, esperando no ser el único torpe tropezador, con el libro que nos reúne en la mano, he de dar las gracias por tantos tropiezos.

La carta escrita del desayuno llegó al buzón de Victoriano; y él, entusiasmado, me dijo que la publicara, que no se quedara en silencio, que la compartiera, pues —y cito textualmente sus palabras— «nuestras vidas se componen de elementos complejos que queremos asir porque, de algún modo, a su manera, reconfortan el ánimo y el intelecto, y nos conectan con nosotros mismos». Y yo, reconfortado ya el ánimo y el intelecto, quedo a la espera en la misma dirección postal —ahora electrónica— de siempre.

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