Los viajeros


Por Santiago Gil //

Nunca nada está quieto. Todo se va moviendo aunque no nos demos cuenta; caminan los segundos, llegan átomos de lejanas estrellas que explotan en universos que no somos capaces de concebir, alguien toca un piano y su eco busca camino más allá del infinito o suena el teléfono y nos hablan desde el otro lado del mundo. Ni siquiera cuando estamos sentados en casa en silencio, creyendo que todo es quietud y armonía, se detienen el azar y todos esos movimientos imperceptibles que muchas veces determinan nuestro estado de ánimo y nuestra suerte.

Hace un par de días, cerca de la diez de la noche, con las calles de Vegueta en silencio, entre semana, un día lluvioso, resonó una sirena de barco que partía del puerto. Ese sonido cambia inmediatamente los pensamientos de cualquier caminante y nos vuelve soñadores de horizontes que querríamos que no terminaran en ninguna parte; pero también nos recuerda nuestra condición viajera, porque todos los insulares llegamos por vez primera a un puerto, o lo hicieron nuestros antepasados aun sin saber que algún día unos ojos parecidos a los de ellos se quedarían en esa orilla a la que tal vez llegaron para estar solo unas horas y luego terminaron viviendo, muriendo, y dejando rastros cientos de años después en los espejos del tiempo. Esa sirena de un barco en la madrugada nos despabilaría igual en Nueva York, en Buenos Aires o en Helsinki, y nos recordaría que la tierra que pisamos no es más que un lugar en el que estamos de manera transitoria, casi como un milagro, para tratar de vivir intensamente antes de viajar hacia ese espacio infinito del que un día llegaron unos átomos que nos fueron convirtiendo en humanos con presentimientos y con ansias de viajeros eternos. Esa condición mudable de la existencia nos la enseña el mar a todos los isleños solo con la observación y con todas las preguntas que nos vamos planteando desde niños en nuestros silencios costeros. Pintar, escribir, tocar un instrumento o rastrear formas en el barro son también algunos de esos puertos desde los que partimos sin movernos del lugar en el que creemos que estamos quietos. El propio pensamiento es el viaje más lejano y más aventurero. Esa transitoriedad y ese viaje incesante de la existencia nos lo explicaron luego con filosofías, con metáforas o con teorías de la física moderna; pero nosotros la habíamos aprendido mucho antes, cada vez que nos cambiaban el escenario de nuestra propia vida y siempre que escuchamos una sirena lejana que nos avisa de esa navegación que continúa mucho más allá de donde estamos, tal vez rastreando horizontes en donde se cruzan el pasado con el presente para que podamos abrazar alguna vez a todos los que se fueron, a los que conocimos y amamos, y también a aquellos que nos soñaron en sus viajes eternos.

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