Alguien habló ayer de un relámpago y lo comparó con un poema, con el momento en que aparece y se escribe como si fuera un regalo del cielo. Esta mañana, casi al amanecer, vi una bandada de pájaros silenciosos reflejados en el cristal de una ventana. No miré nunca al cielo para buscarlos. Los vi solo como un reflejo en el cristal, como mismo me veo a veces en el espejo y no me atrevo a tocar mi cara. Como esos pájaros, prefiero el vuelo del silencio o la intensidad efímera y poética del relámpago.
Vistos desde lejos, somos tan pequeños que casi no nos apreciarían entre las montañas, los valles o los edificios que hemos construido en ciudades que a una gran distancia también serían minúsculos asentamientos, casi tan inapreciables como la huella de un zarapito en la bajamar en la playa de Las Canteras. Desde los recuerdos, habitualmente rememorados como una creación literaria, o desde la memoria, e incluso con unas fotografías o unas imágenes en movimiento delante, no somos muy distintos al reflejo de esos pájaros que vi en la ventana. Como para eternizarnos, o para creernos algo más que esos reflejos que desaparecen cuando se aleja una mirada, nos inventamos una realidad en la que vivir siempre como si fuéramos eternos e invulnerables, como si tuviéramos todo el tiempo por delante, cuando el tiempo no es más que una entelequia que hemos inventado para no volvernos locos ante nuestros propios espejos.
Estos días de solsticio de invierno, atávicos, que luego pasaron en algunos países a ser navideños, nos recuerdan esa condición fugaz y efímera de la existencia. Lejos de la tristeza y la pesadumbre, yo creo que deberíamos celebrar la suerte de estar vivos y de poder cambiar todavía muchos pasos de nuestro destino, lo que sí está en nuestras manos, la toma de decisiones, la elección de lo que realmente importa y perdura: el amor, la amistad o ese abrazo que demoramos pensando que siempre habrá un mañana.