San Cristóbal


Santiago Gil //

A veces no hace falta viajar lejos para llegar a los paraísos. Con el paso de los años, uno descubre que esos edenes que aquietan nuestras aguas están realmente dentro de cada uno de nosotros, o rondando los paisajes o los afectos más cercanos.

Me gusta mucho viajar, y de hecho cada año de mi vida se queda grabado en el almanaque con algún viaje más o menos lejano. Y cuando vamos lejos, paradójicamente también nos sigue sorprendiendo lo más sencillo y lo más cotidiano. A lo mejor lo que queda de Nueva York es solo una hoja seca que movía el viento entre los rascacielos de unas avenidas interminables.

Cuando estamos en otro lugar, lejos de nuestros trabajos y de nuestras preocupaciones, nos fijamos en esos detalles que requieren la calma y la mirada serena que no encontramos cuando vamos corriendo al trabajo o a recoger a los niños a la salida del colegio. Realmente estamos viajando hacia nosotros mismos en todas partes. También en Las Palmas de Gran Canaria yo viajo algunos domingos muy lejos alejándome apenas unos metros de mi casa. Me acerco al barrio marinero de San Cristóbal y parece como si de repente me alejara de la ciudad en la que habito entre semana.

El castillo, las casas de colores, el sonido incesante de los cascajos en la orilla y esa brisa que hace que viaje casi tan lejos como los barcos que tengo delante convierten cualquier fin de semana en una fiesta inolvidable. La costa de San Cristóbal no se parece nada al resto de la ciudad. A veces uno tiene la impresión de que cuando la quisieron enterrar con la autopista no hicieron más que salvarla de la especulación y de la mirada rápida que dedicamos a lo que se ve desde las carreteras. Allí tienes que bajar unos metros y recuperar la costa tal como era antes de que levantaran la Avenida Marítima y le ganaran terreno al océano.

Desde ese castillo se ha visto la vida que pasa lejana, los barcos que van y vienen cargados de sueños y esos mariscadores que siguen buscando pulpos y lapas entre las grutas de las grandes piedras de la costa. Hay una playa pequeña de arena negra que cuando baja la marea me recuerda a todas las playas de mi infancia en el norte de Gran Canaria. Una amiga brasileña me dijo un día que la fila de casas de colores de la costa de San Cristóbal se parecía a cualquier pueblo costero de Brasil cercano a Salvador de Bahía.

Entre sus callejones uno reconoce ese surrealismo que Julio Viera lleva a sus cuadros, la sombra que dejan las rocas cuando cae la tarde y con la bajamar parece que el Atlántico duerme como un lagarto gigante. Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad con muchas ciudades dentro, una costa con muchos horizontes en los que inventar nuestros propios viajes.

Lo saben todas esas gaviotas que sobrevuelan a diario su silueta alargada y siempre mojada por las aguas.

Ciclotimias

Una canción viaja a veces más lejos que la tecnología más sofisticada.

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