Santiago Gil //
Regresar al Túnel. Muchos años después. Volver a las obsesiones de un pintor que nunca logró salir de la oscuridad de sus entrañas. Solo vio la luz en el fondo de algún cuadro que pintaba. Ella se quedó mirando ese detalle de aquel cuadro que él había pintado, la pequeña ventana que se asomaba al mar. Pero la perdió de vista el día de la exposición y la buscó como un loco desesperado por todo Buenos Aires. Luego vino el amor, la obsesión, los celos y la muerte. Pero todo eso acontecía en sus adentros mucho antes de que la conociera a ella. Él era Juan Pablo Castel y ella María Iribarne. “Yo también pienso en usted”. Esa fue la respuesta de ella cuando la encontró después de mucho tiempo. Pero también le advirtió que le podía hacer daño.
“En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil.” La mirada nihilista de la vida de Juan Pablo Castel recorre toda la novela de Ernesto Sábato. No te quedas igual cuando la lees. Eso es lo que le pedimos a las novelas, que nos mientan con credibilidad (ese oxímoron podría definir una novela), que nos engañen con pasión, que nos saquen un rato de lo cotidiano y que no nos dejen nunca como estábamos antes de comenzar la lectura. Leí El túnel a los veinte años. No había escrito ninguna novela entonces. Tampoco había vivido casi nada. Recuerdo el impacto, la desazón que me dejaron aquellas páginas, el miedo y el dolor que llegué a sentir. Relaciono ese libro con El extranjero de Camus, también leído en la misma época. Los dos explican un crimen, la razón de una muerte, la locura a la que a veces llega el ser humano, cualquier ser humano, en una situación límite, la deriva del otro, que siempre podría llegar a ser cualquiera de nosotros, contando su vida destrozada por la soledad y por la muerte.
Estos días he vuelto a rastrear la vida de Juan Pablo y de María con otros ojos, y la vida de Allende y de Hunter, y todas las vidas que se asoman o se van ensombreciendo en El túnel. Somos nosotros los que nos leemos en los libros con lo que vamos conociendo y viviendo, con nuestras heridas y nuestras grandezas, con todo lo que hemos escuchado y hemos leído, y con lo que hemos ido viendo con el paso de los años. Entonces reconocemos a esos personajes de otra manera y leemos como si lo hiciéramos siempre por vez primera.
“Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores.” Así es la existencia de Juan Pablo Castel. En ese laberinto se busca y se sueña, pinta en su estudio, se emborracha en los garitos más patibularios de Buenos Aires y se enamora enfermizamente de alguien que se quedó mirando un día el mar en el fondo de uno de sus cuadros. Pasan los años y quedan las novelas, pero no todas. Permanecen las que vuelves a leer con la misma intensidad y la misma fuerza, y aquellas en las que encuentras nuevas vetas que no hallaste la primera vez. Eso solo lo consigue la literatura. Ahora que todo pasa por novela, que contando cuatro anécdotas históricas o intrigando con dos o tres enredos, o juntando sujetos y predicados, ya se habla de literatura, es conveniente regresar a los clásicos, y sobre todo a los clásicos recientes, para no extraviarnos. El mundo literario sí que vive ahora mismo en un túnel del que no sabemos cómo vamos a terminar saliendo. Pero el túnel de Castel y de Iribarne tenía otro origen y otras consecuencias: “era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes.” No siempre se cruzan las almas semejantes en tiempos semejantes. El amor nos engrandece, nos eterniza y casi nos vuelve dioses cuando estamos enamorados, pero cuando se cruza una personalidad atormentada, que no se quiere a sí misma, se resquebraja la magia desde un primer momento. Castel venía atravesando otros túneles oscuros mucho antes de conocer a María, y no siempre hay salidas en esos pasillos oscuros que lindan con la locura. Sábato sabe contar muy bien cómo era Juan Pablo, llevándolo hacia delante y hacia atrás en el tiempo, removiendo sus obsesiones y sus miedos, sin juzgarlo, dejando que seamos los lectores los que aprendamos a conocerlo cuando habla, porque nos habla todo el tiempo para que lo entendamos. Solo pide eso: «me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme.»
Somos los lectores los que leemos en el alma de los personajes, no para juzgarlos sino para entenderlos, por eso la lectura nos vuelve más tolerantes, porque aprendemos a ver la vida desde el punto de vista de otros personajes. Castel es un asesino y El túnel, si hoy la publicaran por vez primera, tendría una vitola de novela policiaca en la portada. Pero ese asesino se confiesa mucho más allá de los géneros literarios y de las etiquetas que tanto gustan ahora para atraer lectores como si se ofrecieran ofertas en un supermercado. «Había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida». Ese largo y oscuro espacio en el que se pierde la existencia de Juan Pablo Castel se acaba asemejando a una pesadilla, a esa sensación que dejan las historias que se vuelven oníricas a medida que se van leyendo. No pasa el tiempo por ellas, y cada vez que regresemos a sus páginas encontramos nuevas pistas para seguir entendiéndonos. Y para entender al otro, al que pudimos haber sido en cualquiera de los caminos que no transitó el azar de nuestros pasos, esos interminables senderos que en la literatura nos acercan a veces al vértigo de los sueños imposibles.