Yone Rodríguez

SANTIAGO GIL | 01 de septiembre de 2015

En Yone también atisba uno la sombra de José Antonio Ramos y toda aquella grandeza 

Todos me decían que tenía que escucharlo en directo. Hasta hace unos días no había tenido ocasión de hacerlo. Lo había escuchado alguna vez en televisión y sabía que era de Agaete. Lo que no esperaba era encontrar a alguien capaz de emocionar tanto con un timple entre las manos. En la vida se tiene duende o no se tiene. Duende es lo que los gitanos nombran cuando se acaban las palabras para definir a un artista. Es algo más. Lo que va más lejos, lo que llega más allá de la orilla, lo que hace que alguien se emocione y que entienda que este planeta, a veces, es un espacio en el que vale la pena estar algunos años.

Pero para que haya duende tiene que haber técnica y muchas horas de trabajo, y tiene que haber también un compromiso diario con lo que uno hace. Son muchos los que se quedan en el camino por creerse genios, y un genio casi nunca se da cuenta de que lo es porque está todo el día trabajando. Todo esto que escribo es para hablar del timplista Yone Rodríguez.

Lo fui a ver el pasado viernes a un concierto en San Martín y aún escucho los acordes que sonaban donde mismo había pintado Oramas los riscos que luego terminaron imitando su arte. Hay sitios mágicos, y el antiguo Hospital de San Martín es uno de ellos. Pero en esa magia que logró crear el timplista también son fundamentales sus acompañantes, sobre todo Néstor García, alguien que en su día lo dejó todo y se marchó a Londres en busca de sus sueños musicales y de esos aprendizajes que evitan que los vuelos se queden alicortos. En Yone también atisba uno la sombra de José Antonio Ramos y toda aquella grandeza que siempre se hace presente cuando un timple resuena en la distancia más allá de los ritmos folclóricos, y también cuando juega a ser un instrumento capaz de interpretar la música sin las etiquetas o los tópicos que siempre refrenan los acordes.

Durante años Agaete formó de mi vida, y no sería quien soy sin aquellos veranos. Conozco pocos lugares en el mundo donde se manifieste el talento como en ese pueblo, sobre todo el talento musical de la fiesta improvisada. No sabía quién era el padre de Yone, pero cuando me lo presentaron lo recordé con la guitarra en cualquiera de aquellas noches de boleros y canciones hasta la madrugada. Imagino al timplista cuando era niño escuchando a Los Muchachos, que era el grupo en el que tocaba su padre, o tratando de conciliar el sueño mientras en la plaza del pueblo no dejaban de sonar canciones. 

En San Martín encontré esos ecos del pasado unidos al virtuosismo de alguien que ha tenido que estudiar y que viajar mucho para universalizar de esa manera el timple. Vivimos buenos tiempos para ese instrumento que mi abuelo tocaba por las noches como si quisiera hablar con su propia alma. Creo que Yone también se parece a mi abuelo y a todos aquellos que prefieren entender el mundo en los acordes antes que en las palabras. Al fin y al cabo, la música es el idioma universal que hermana sentimientos, ese eco que queda incluso en los silencios como mismo permanecen los recuerdos mucho más allá de nuestra memoria.

Y luego está la fusión, el encuentro de ritmos y de melodías que se entremezclan como mismo lo hacen las miradas y los abrazos. Lo que queda es música. Un timple que revive en las manos de alguien que logra armonizar esos sonidos que solo aparecen entre las notas de un pentagrama. Tenían razón todos aquellos que me decían que escuchara Yone Rodríguez en directo. Los gitanos lo llaman duende. Los italianos maniera. Nosotros hablamos de jeito (y con esa palabra nos seguimos acordando de JAR) para entendernos. De jeito y de talento.

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