Los proyectos en la sociedad responden a la solución de problemas o a la satisfacción de necesidades. Los recursos para atender estas necesidades son escasos por diversas razones, y ello obliga a priorizar bajo distintos baremos para alcanzar los fines propuestos. En cultura, por su propia naturaleza, la percepción social que de ella se tiene y la misma complejidad que supone su plena incorporación estratégica al desarrollo tecnológico, los recursos resultan aún más escasos y las prioridades más evidentes.
Desde el momento en que la cultura ha pasado a considerarse un derecho de la ciudadanía, la intervención de lo público para garantizar ese derecho es indiscutible. Sin embargo, la escasez de recursos ha obligado a contar con elementos de financiación complementaria como el patrocinio y el mecenazgo para la consecución de los objetivos de las políticas culturales. Si se dependiera exclusivamente de los recursos públicos, la cultura no podría satisfacer las necesidades en esta materia cualitativa ni cuantitativamente; si lo fuera de los recursos privados tampoco, por exigencias del beneficio de la inversión. Por tanto, la colaboración de uno y otro sector, se ha hecho necesaria, generando incluso un tercer sector, mixto, en el que se sitúan por ejemplo las ONG´s.
La introducción del marketing en la cultura, así como su comunicación –que va pareja- se ha convertido en el pan de cada día. Un evento, del tipo que sea y del alcance que tenga, si no se comunica no existe, y si no “existe” no consigue ingresos y por tanto hará imposible su realización. Por ello, la cultura necesita -y desde la implantación progresiva de las industrias culturales y la consciencia de su existencia y desarrollo desde hace más de medio siglo, aún más- de las técnicas del marketing que también ha evolucionado en paralelo. El producto o servicio cultural hay “que venderlo” y bien para que llegue a la mayor cantidad de clientes, consumidores o usuarios, y en las mejores condiciones de calidad, comodidad e innovación, entre otras cosas.
No obstante, el furor desde la iniciativa pública por generar ingresos externos para sustentar económicamente sus políticas, puede hacer caer en el peligro de la desvirtuación del proyecto originario o que ocurra, como es cada vez más evidente en que los eventos culturales sirven más de apoyo y promoción a las empresas patrocinadoras, que lo contrario. En consecuencia, la gestión estratégica de la cultura debe tener en cuenta todos los parámetros del entorno en que surge la creación cultural y responder a políticas culturales coherentes que contemplen las necesidades reales de la población no solo en el marco de la democratización cultural, sino también de la democracia cultural participativa en que se hará efectivo el derecho a la cultura. En este sentido, la formación en la gestión de la cultura vinculada a los tiempos que corren y al establecimiento de buenas prácticas en su planificación, ejecución y evaluación se hacen imprescindibles.
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